von Mary Luz Hammer
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19. Oktober 2025
Quince otoños desde aquel vuelo 19 de octubre de 2025 Hoy hace quince años llegué a Suiza para comenzar mi vida con Markus. Es imposible no volver a aquella Mary Luz que aterrizó en el aeropuerto de Zúrich con la chaqueta verde oliva que su amiga Liliana se había quitado de encima para dársela, diciendo: —Toma, amiga, la vas a necesitar. El vuelo Madrid–Zúrich me pareció larguísimo, quizá porque cada minuto me acercaba más a él. A mi lado, una mujer desconocida, que pronto se volvió un alma compañera, me ayudó a calmarme. Era Irene, profesora retirada en Neurobiología en la Universidad de Zúrich, experta en el sueño de los elefantes. Suiza, pero con un español impecable, de acento chileno. Con ella sentí por primera vez la serenidad de este país. Era la experiencia hecha ternura, la calma de un lago que no necesita palabras. No sé en qué momento me dio su número de teléfono ni por qué razón. Yo no tenía móvil entonces, pero, de alguna forma, ese gesto suyo tan sencillo me quedó grabado como una primera señal de bienvenida. Desde entonces, cada octubre intentamos encontrarnos para recordar ese vuelo y celebrar nuestro encuentro. Cuando llegué a la sala de recogida de equipaje, decidí ir al baño porque me preocupaba mi aspecto: el cabello desobediente y las ojeras marcadas. Me lavé la cara, respiré, puse un poco de brillo en los labios y vi al espejo la emoción pintada en mi rostro. Recuerdo que el primer detalle que me hizo sonreír en el aeropuerto fue el aviso luminoso colocado encima del carril por donde saldrían las maletas. Indicaba: “15 minutos”, y junto a las palabras, un pequeño icono de una maleta que permanecía inmóvil. Esperé, sin saber por qué me llamaba tanto la atención. Exactamente al cumplirse los quince minutos, la maletica comenzó a desplazarse sobre la pantalla, simulando el recorrido que harían las verdaderas maletas antes de aparecer. Aquella precisión me pareció casi mágica: el tiempo aquí tenía palabra. Y yo, que venía con el corazón al galope, comprendí que había llegado a un país donde incluso los segundos sabían esperar su turno. Todo ocurría con una exactitud serena, una sincronía perfecta entre lo que observaba y lo que comenzaba a suceder en mi vida. A partir de ahí no recuerdo casi nada con nitidez, solo una sensación: me sentía como un riachuelo tranquilo que se deja llevar por la corriente. Unos pasos más adelante vi la palabra AUSGANG (salida) y seguí a otros pasajeros que arrastraban sus maletas hacia la puerta. En ese corto túnel que conduce a la salida no tuve que esforzarme mucho para encontrarlo: allí estaba mi amor. Nuestras miradas se encontraron. Esa sentencia que dice que el tiempo se detiene cuando ocurre algo único y trascendental es muy cierta, porque cuando nuestras miradas se encontraron todo: el ruido, la prisa, el aeropuerto entero; todo eso desapareció. Allí estaba él: alto y flacucho, bello, sostenía en sus manos dos rosas que parecían recién nacidas. Por cierto, esas rosas aún las conservo, secas pero intactas, como testigos silenciosas de ese instante suspendido en el aire. Me entregué a sus brazos. Imaginen el instante como cuando el sol se vuelve una sola línea, fundida entre color y luz en el horizonte. Le mojé el suéter gris azul claro, como sus ojos, con las lágrimas que no supe contener. Al mismo tiempo, sentí cómo él hundía su rostro en mi cabello, enredado como un nido. Markus tomó mi maleta azul marino con el brazo izquierdo. En su derecha llevaba mi mano, apretada a la suya. Caminábamos hacia el estacionamiento hacia la nueva vida que nos esperaba: a acostumbrarnos a despertar juntos, a aprender a convivir, a comunicarnos, a descubrir nuestras diferencias; a adaptarnos al día a día, al espacio personal y al compartido… y a todo lo que la vida en común aún nos iría revelando. Afuera, la noche otoñal había caído, y el frío me recordó la chaqueta de Liliana. Las luces titilaban sobre la calle, sobre los coches, sobre el Limmat, sobre el lago… y dentro de mí también todo titilaba. Era la vida latiendo. Hoy celebro esa fecha con gratitud profunda: Por seguir sintiéndome tan viva y encendida como esas luces a mi llegada. Por Markus, mi amor puro y dulce, mi ángel y mi todo. Por su familia aquí en Suiza: su mamita, siempre tan dulce conmigo; su papito, que desde el cielo nos acompaña; y sus tres hermanos, que me recibieron con cariño y me han hecho sentir parte de ellos. Por mi familia en Venezuela: mi mamita adorada, que me enseñó que tu casa no es siempre un lugar, sino un estado del corazón; mis amadas hermanitas y sobrinos, mis amores y mi corazón latiendo allá y aquí. Por mis amigos de siempre, regados por el mundo, y por los que me ha dado esta tierra generosa: gracias por su amor y por estar allí para mí. Por mis estudiantes, en Venezuela y en Suiza, que me enseñan cada día nuevas formas de mirar el mundo. Agradezco profundamente a mi amiga Liliana, por ayudarme a hacer realidad este viaje y por aquella chaqueta verde oliva que me abrigó el cuerpo y el alma. Y a Irene, por ser ese primer ángel en este país, la calma que me recibió antes de tocar tierra. A Suiza le agradezco su belleza, que se cuela por los ojos: sus paisajes, su silencio, su respeto por el tiempo. Gracias también por la hermosa lengua alemana. Agradezco también haber aprendido este idioma, que me ha abierto nuevas formas de comprender el mundo y de comprenderme a mí misma. Y como el aquí y el ahora son mi verdadero momento, vivo y agradezco los regalos de esta estación: esta luz otoñal que acaricia mis días, los árboles que se elevan majestuosos y dejan caer sus hojas con elegancia, la lluvia y la niebla melancólica, y ese brillo sobre las calles y aceras recién mojadas. Les comparto un poema que “el Negrito”, el esposo de mi hermana María Elena, me regaló antes de partir hace quince años: un poema de Antonio Machado. Caminante, son tus huellas Antonio Machado Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar. Solo quería compartir estos pensamientos de este domingo 19 de octubre de 2025. Un abrazo para todos. Feliz domingo para todos. Fünfzehn Jahre seit jenem Flug 19. Oktober 2025 Heute vor fünfzehn Jahren kam ich in die Schweiz, um mein Leben mit Markus zu beginnen. Es ist unmöglich, nicht an jene Mary Luz zurückzudenken, die am Flughafen Zürich landete – mit der olivgrünen Jacke, die ihre Freundin Liliana sich ausgezogen hatte, um sie ihr zu geben, mit den Worten: „Nimm sie, meine Freundin, du wirst sie brauchen.“ Der Flug Madrid–Zürich kam mir endlos vor – vielleicht, weil mich jede Minute näher zu ihm brachte. Neben mir saß eine fremde Frau, die bald zu einer Seelengefährtin wurde und mir half, mich zu beruhigen. Es war Irene, eine pensionierte Professorin für Neurobiologie an der Universität Zürich, Expertin für den Schlaf der Elefanten. Eine Schweizerin – doch mit einem makellosen Spanisch, von chilenischem Akzent getragen. Mit ihr spürte ich zum ersten Mal die Gelassenheit dieses Landes: die Erfahrung, die zur Zärtlichkeit geworden war, die Ruhe eines Sees, der keine Worte braucht. Ich weiß nicht mehr, wann genau sie mir ihre Telefonnummer gab oder warum. Ich hatte damals kein Handy, aber irgendwie blieb mir diese einfache Geste als erstes Willkommenszeichen tief im Gedächtnis. Seitdem versuchen wir, uns jeden Oktober zu treffen, um an jenen Flug und an unsere Begegnung zu erinnern. Als ich in der Gepäckhalle ankam, beschloss ich, ins Bad zu gehen, weil ich mir Sorgen um mein Aussehen machte: das widerspenstige Haar, die dunklen Augenringe. Ich wusch mir das Gesicht, atmete tief durch, trug ein wenig Glanz auf die Lippen auf – und sah im Spiegel die Aufregung, die sich in meinem Gesicht widerspiegelte. Ich erinnere mich, dass mich das erste Detail, das mich am Flughafen lächeln ließ, ein Leuchtschild über dem Gepäckband war. Es zeigte: „15 Minuten“, daneben das Symbol eines kleinen, unbeweglichen Koffers. Ich wartete, ohne zu wissen, warum mich das so faszinierte. Genau nach fünfzehn Minuten begann das kleine Köfferchen, sich über den Bildschirm zu bewegen, und simulierte die Strecke, die die echten Koffer gleich zurücklegen würden. Diese Präzision erschien mir fast magisch: Hier hatte die Zeit ihr eigenes Wort. Und ich, die mit galoppierendem Herzen angekommen war, verstand, dass ich in einem Land gelandet war, in dem selbst die Sekunden wussten, wann sie an der Reihe waren. Alles geschah in einer stillen Genauigkeit, in einer vollkommenen Synchronie zwischen dem, was ich sah, und dem, was in meinem Leben gerade zu geschehen begann. Von da an erinnere ich mich kaum noch klar, nur an ein Gefühl: Ich war wie ein ruhiger Bach, der sich der Strömung hingibt. Ein paar Schritte weiter sah ich das Wort AUSGANG und folgte den anderen Passagieren, die ihre Koffer hinter sich herzogen. In dem kurzen Tunnel, der zum Ausgang führte, musste ich mich kaum anstrengen, ihn zu finden – dort stand er, meine Liebe. Unsere Blicke trafen sich. Dieser Satz, dass die Zeit stillsteht, wenn etwas Einzigartiges und Wesentliches geschieht, ist wahr. Denn als sich unsere Blicke trafen, verschwand alles: der Lärm, die Eile, der ganze Flughafen. Da stand er – groß, schlank, schön – mit zwei Rosen in den Händen, die aussahen, als wären sie gerade erblüht. Übrigens, diese Rosen habe ich noch – getrocknet, aber unversehrt, stille Zeuginnen dieses in der Luft schwebenden Augenblicks. Ich fiel ihm in die Arme. Stellt euch den Moment vor, wenn die Sonne zu einer einzigen Linie wird – verschmolzen zwischen Farbe und Licht am Horizont. Ich tränkte seinen Pullover der die selbe hellgrau-blaue Farbe aufwies wie seine Augen, mit den Tränen, die ich nicht zurückhalten konnte. Gleichzeitig spürte ich, wie er sein Gesicht in mein Haar tauchte, das verheddert war wie ein Nest. Markus nahm meinen marineblauen Koffer mit der linken Hand. In seiner rechten hielt er meine – fest umschlossen. Wir gingen zum Parkplatz, hinein in das neue Leben, das auf uns wartete: um uns daran zu gewöhnen, gemeinsam aufzuwachen, zusammenzuleben, miteinander zu sprechen, unsere Unterschiede zu entdecken; uns an den Alltag, an den persönlichen und den gemeinsamen Raum zu gewöhnen… und an all das, was uns das gemeinsame Leben noch lehren würde. Draußen war die Herbstnacht hereingebrochen, und die Kälte erinnerte mich an Lilianas Jacke. Die Lichter glitzerten auf der Straße, auf den Autos, auf der Limmat, auf dem See, – und in mir glitzerte alles ebenfalls. Es war das Leben, das pochte. Heute feiere ich dieses Datum mit tiefer Dankbarkeit: Dafür, dass ich mich noch immer so lebendig und leuchtend fühle wie jene brennenden Lichter bei meiner Ankunft. Für Markus, meine reine und sanfte Liebe, meinen Engel, mein Alles. Für seine Familie hier in der Schweiz: seine liebe Mutter, die immer so herzlich zu mir ist; seinen Vater, der uns vom Himmel aus begleitet; und seine drei Brüder, die mich mit Zuneigung aufgenommen und mich Teil von ihnen werden ließen. Für meine Familie in Venezuela: für meine geliebte Mutter, die mich lehrte, dass ein Zuhause nicht immer ein Ort ist, sondern ein Zustand des Herzens; meine geliebten Schwestern und Neffen, meine Lieben, mein Herz, das dort und hier schlägt. Für meine Freunde, überall auf der Welt verstreut, und für die, die mir dieses großzügige Land geschenkt hat: danke für eure Liebe und dafür, dass ihr für mich da seid. Für meine Schüler in Venezuela und in der Schweiz, die mich jeden Tag neue Wege lehren, die Welt zu betrachten. Ich danke meiner Freundin Liliana von Herzen – dafür, dass sie mir geholfen hat, diese Reise zu verwirklichen, und für jene olivgrüne Jacke, die meinen Körper und meine Seele zugleich wärmte. Und Irene – dafür, dass sie mein erster Engel in diesem Land war, die Ruhe, die mich empfing, noch bevor ich Schweizer Boden berührte. Der Schweiz danke ich für ihre Schönheit, die durch die Augen in die Seele fließt – für ihre Landschaften, ihre Stille und ihren Respekt vor der Zeit. Und ich bin dankbar für die schöne deutsche Sprache, die mir so viel eröffnet hat. Und da das Hier und Jetzt mein wahrer Augenblick ist, lebe und genieße ich die Geschenke dieser Jahreszeit: das herbstliche Licht, das meine Tage streichelt, die Bäume, die sich majestätisch erheben und ihre Blätter mit Eleganz fallen lassen, den Regen und den Nebel, der melancholische Stimmung bewirkt, und jenen Glanz auf den frisch nassen Straßen und Gehwegen. Ich möchte mit euch ein Gedicht teilen, das mir „El Negrito“, der Ehemann meiner Schwester María Elena, vor fünfzehn Jahren als Geschenk auf ein Stück Papier geschrieben hat: es ist ein Gedicht von Antonio Machado. Wanderer, es gibt keinen Weg von Antonio Machado (Übersetzung: Hans Leopold Davi) Wanderer, deine Spuren sind der Weg, und sonst nichts; Wanderer, es gibt keinen Weg, der Weg entsteht im Gehen. Im Gehen entsteht der Weg, und blickst du zurück, siehst du den Pfad, den niemals du wirst erneut beschreiten. Wanderer, es gibt keinen Weg, nur Wellen im Meer. Ich wollte einfach diese Gedanken an diesem Sonntag, dem 19. Oktober 2025, mit euch teilen. Eine Umarmung für alle! Einen schönen Sonntag!